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June 23, 2007

Las Invasiones Bárbaras - Barbaric Invasions


Paulina Gamus
Jueves, 21 de junio de 2007

Quienes vieron esta excelente película canadiense francófona (Denys Arcand 2003) salieron de los cines sin entender por qué sus realizadores eligieron ese título que nada tiene que ver con la trama. Haré lo mismo con esta nota, apenas al final explicaré las razones del título.

Hace unos días un amigo francés que vivió más de treinta años en Venezuela y regresó a su país natal, me envió unas fotografías de la región donde vive -Bretagne- Un lago lleno de barquitos y yates rodeado de montañas, un verdor espléndido, unas casas de esas que aparecían en los almanaques que las panaderías y casas de abastos regalaban antaño y que a uno le parecían como de mentira. Después me cuenta que la ciudad está llena de excelentes universidades, que tiene muchas iglesias porque es bastante católica, que es un centro de actividades culturales, en fin todo lo que podría hacer que cualquier venezolano de estos tiempos de retroceso a la caverna, se muera de envidia. Pero no me dejo llevar por el pesimismo y le respondo al amigo que sin duda todo es muy bonito pero que una ciudad tan limpia, ordenada y grata donde no hay motivos para quejarse, debe ser de lo más aburrida. Los venezolanos, especialmente los caraqueños, tenemos una vida tan llena de acontecimientos que no hay tiempo ni espacio para contemplar el único paisaje que aún nos queda: El Ávila, y eso cuando no se está quemando en tiempos de sequía.

Caer en un hueco o en una alcantarilla sin tapa y perder no solo el caucho, sino la rueda y otras partes del vehículo; ver a los recogelatas y otros pobres de solemnidad romper las bolsas de basura y regarla en calles y avenidas, mientras pescan una lata o botella vacía o unas sobras para comer; ser asaltado en una cola en la Cota Mil o en la autopista por motorizados que huyen entre los automóviles atascados en las colas; oír disparos y gritos en las noches y luego el ulular de sirenas de ambulancias y patrullas policiales, sin que se llegue a saber cuántos, quienes y por qué fueron los muertos o heridos. A tanta diversión debemos sumarle las excursiones por supermercados y abastos para encontrar carne, pollo, granos, leche, azúcar, aceite, huevos y todo lo que ha desaparecido de los anaqueles de los negocios formales, pero que los informales tienen siempre aunque a precios nada revolucionarios y menos bolivarianos. Todas esas calamidades son temas de conversación que dan interés a nuestras vidas en contraste con el fastidioso discurrir de los europeos sobre el estado del tiempo, una de las pocas cosas que parecen motivar su preocupación.

Si a lo anterior agregamos la crónica política, pocos deben ser los países cuyos habitantes puedan competir con los venezolanos en las emociones de ese renglón. En cualquier democracia más o menos normal se realizan consultas electorales con alguna regularidad y con fines específicos como escoger un nuevo presidente o a los parlamentarios, alcaldes y concejales. Y en esos procesos hay candidatos del gobierno y de la oposición. Aquí las consultas electorales se convocan como mínimo una vez por año, y tienen la particularidad de que la oposición ya ni concurre, de manera que el asunto se dirime entre chavistas que se detestan entre sí; se acusan, se amenazan y se denuncian entre ellos mismos de cuanta marramuncia sea posible imaginar.

El ex vicepresidente José Vicente Rangel, con sus ganas locas de volver, volver, volver -como en la ranchera- acusa a un ente etéreo que él llama oposición, de ser culpable del fracaso de ese último proceso convocado para revocar a gobernadores y alcaldes. Pero los chavistas revocadores y la mayoría aplastante de electores que le dio la espalda a esa nueva farsa comicial, si supo a donde apuntar: a la absoluta falta de credibilidad en un Consejo Nacional Electoral más que desprestigiado por la sumisión a la voluntad del presidente Chávez. Y es él justamente el primer afectado por ese fracaso: nadie se hubiese atrevido a pedir la revocatoria de algún funcionario sin su anuencia y los directamente amenazados por él, como el gobernador Didalco Bolívar del Estado Aragua, quedaron más que reconfirmados en sus cargos por la manera como los electores ignoraron o le hicieron un fó a la orden presidencial.

No había concluido el espectáculo de la batalla interna de los revolucionarios acusándose entre sí de corruptos, ineptos, violadores de derechos humanos, etcétera; cuando nos visita el juez español Baltasar Garzón quien en su discurso lanza unas cuantas indirectas a la dudosa democracia del gobierno chavista y apenas va directo al grano con el cierre de Radio Caracas Televisión. Las respuestas enardecidas no se hicieron esperar: mercenario lo llamó la presidenta del Tribunal Supremo de Justicia y payaso el vicepresidente de la República. En su diccionario no existen palabras que permitan responder a las críticas con alguna elegancia o con un manejo inteligente de la ironía. El insulto es el arma predilecta de estos revolucionarios para diversión de la canalla y el malandraje, su público.

¿Puede alguien aburrirse en un país como éste?

El título de esta nota nada tiene que ver con lo bárbaros que puedan ser este gobierno y sus acólitos sino con las primeras escenas de la película del mismo nombre en un hospital de la parte francesa de Canadá. Este no tendría nada que envidiar al peor y más inhumano de los hospitales públicos del tercer mundo, entre ellos los de Venezuela. Tan espantosos son también en los Estados Unidos los servicios públicos de salud que el cineasta Michael Moore, con su reciente documental "Sicko", le hace un gran favor a Fidel Castro al compararlos con la atención gratuita que enfermos norteamericanos recibieron en Cuba. Más allá de que se trate de una puesta en escena como han señalado muchos críticos, lo cierto es que la medicina se ha deshumanizado también en muchos países desarrollados. ¿Para qué llover sobre mojado hablando del estado patético de los hospitales en Venezuela? Pero en medio de lo común y corriente que es toparse con servidores públicos indolentes, irrespetuosos e insensibles ante el dolor humano, se puede encontrar uno con un ser especial, una venezolana fuera de serie. No es médica ni paramédica ni enfermera, es la secretaria del director del hospital Domingo Luciani en El Llanito y se llama Zeneida. Ojalá hubiese en cada hospital de este país una Zeneida, los enfermos mirarían la vida con color de esperanza, como dice la canción.

paugamus@intercable.net.ve


Reprinted by permission of the author.
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